“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu, porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:1-2).
La fe da dos frutos: la conciencia tranquila y el fuego de la santidad de Dios. La primera nos permite gozar de Su paz y la segunda nos lleva a temerle a Él. El anhelo de obedecer al Señor nos permite vivir una nueva vida, abandonando nuestros propios deseos. Estos dos frutos son la evidencia de la fe que hay en nosotros. Cuando una llama se enciende y comienza a sentirse el calor es porque causó fuego. Así mismo, aunque haya poca llamarada, si aún sigue caliente es porque la hoguera no se ha apagado del todo. Lo mismo sucede con los frutos de la fe: por más que uno se debilite, la paz de Dios y el temor a Él nos garantizan una fe firme y constante.
Jesucristo permanece, aunque haya poca fe
A pesar de que a veces vacile la paz que tenemos, nuestras intenciones de hacer la obra del Espíritu, el amor por Jesucristo y el deseo de obedecer a Dios son prueba de que aún hay fe en nosotros por más que sea pequeña y débil. Obviamente, podemos dudar del consuelo que podremos recibir de parte de Dios, si tenemos poca fe. Sin embargo, una fe pequeña también tiene poder. Esto se debe a que, hasta la fe más insignificante, tiene a Jesucristo en ella. Lo que nos salva no es nuestra fe, sino Jesucristo.
Lo primordial es aceptar a Jesús sin importar cuán chiquita sea nuestra fe, pues, esta es la puerta que permite que el Señor entre por completo en nuestros corazones. Por ejemplo, un niño puede sostener una manzana, al igual que un adulto, aunque no sea tan fuerte; también, aunque nuestros ojos sean pequeños, ellos nos permiten ver cosas grandes como las montañas, la luna y las estrellas; y, si nos encontráramos atrapados en una oscura torre, tendríamos la certeza de que el sol brilla con solo ver un rayo luz. Así mismo es la fe: podemos aferrarnos perfectamente a Cristo y aceptarlo, sin importar cuán diminuta sea nuestra fe.
De esta manera, aunque las tinieblas y las nubes no nos dejen ver el sol de la justicia, Jesucristo, un rayo es más que suficiente para saber que el Señor iluminará nuestras almas, porque somos hijos de Dios. Por lo tanto, por más que posea una fe débil, si acepta a Jesucristo, recibirá la salvación absoluta (y no parcial), es decir, la vida eterna. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Así como un rayo de sol es suficiente para saber que amaneció, aferrarnos aunque sea a una fe diminuta nos convierte en hijos de Dios, el verdadero sol de la justicia.
El anhelo por hacer la voluntad de Dios también es obediencia
Dios nos ordena amarlo con todo nuestro corazón, con todo nuestro ser y con toda nuestra mente. Sin embargo, solo podemos amarlo hasta cierto punto, ya que aquí en la tierra solo llegamos a conocerlo parcialmente. Pero podremos amarlo por completo cuando estemos en Su presencia. Por esta razón, es importante que el creyente reconozca y confiese con humildad y honestidad su imperfección, y que desee de todo corazón obedecer a Dios, así no lo logre hacer del todo. Por eso, le dijo al profeta Malaquías: “Los perdonaré como un hombre perdona al hijo que lo sirve” (Malaquías 3:17). Esto es como cuando un padre felicita a su hijo, porque sabe que se ha esforzado al máximo para alcanzar buenos resultados en el colegio y agradar su corazón, aunque las notas no hayan sido las mejores. De todas maneras, se alegrará y se conmoverá ante la intención de su hijo.
La Biblia considera que el temor a Dios equivale a la devoción, la obediencia y el amor que se le exprese a Él. De hecho, el autor del Salmo asegura que el temor a Dios es el principio de la sabiduría (Salmos 111:10). Quien teme a Dios es sin duda Su hijo/a. Si su corazón reboza de amor y respeto por Él, entonces, usted es hijo de Dios, ya que evita situaciones que puedan contristar Su Espíritu. Así mismo, si usted reconoce que pecó, se compromete a no volverlo a hacer y le pide al Espíritu Santo que lo guíe para vivir en la Palabra de Dios, está demostrando su temor hacia Dios.
Aunque dude de su identidad como hijo de Dios por ser pecador, por no obedecer a Dios en ciertas áreas, por no tener pasión para buscar Su gloria y por tener inconvenientes a la hora de amar al prójimo, es importante que sepa que lo primordial es que usted sienta en su corazón que aborrece el pecado y que de manera genuina está luchando para evitarlo. Si no le agrada ser débil y se angustia cuando entristece al Señor con su comportamiento, es señal de que el Espíritu Santo vive en usted, pues ese es un anhelo de santidad que solo Él nos puede dar. Tal como dice en Romanos 8:5: “Los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu”. En consecuencia, este deseo de seguir las cosas del Espíritu es indicación de que Él vive en nosotros, como dice en Romanos 8:14: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios”.
El apóstol Juan afirmó: “Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Juan 3:9). Esto no quiere decir que simplemente por cumplir con todos los mandamientos seamos Sus hijos. De hecho, todos los días los ignoramos y en ocasiones cometemos pecados graves. Podemos saber que los hijos de Dios también pecan, a través de personajes bíblicos como David y Pedro, e incluso por nuestra propia experiencia. Sin embargo, los hijos de Dios amamos tanto al Señor, que tememos hacerlo enfadar y, por eso, no pecamos adrede. El apóstol Pablo usa su propio ejemplo para explicar la lucha con la que lidiamos en nuestros corazones por odiar tanto el pecado, cuando afirma que, aunque quiera hacer el bien, no puede y termina haciendo el mal. Justamente esto es lo que nos angustia. Si hacemos lo que no deseamos, no lo hacemos nosotros, sino el pecado que hay en nosotros (véase Romanos 7:20). Por eso, también clamamos como Pablo: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). Sin embargo, podemos hallar consuelo en el versículo que sigue: “¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!” (Romanos 7:25). Porque quien se enfrenta a la carne, si permanece en Jesucristo y busca hacer las cosas del Espíritu Santo, no tiene pecado alguno.
¿Duda que sea hijo/a de Dios porque no puede obedecerlo perfectamente? Esa inseguridad es una prueba de Satanás. Cada vez que esto suceda, recuerde que, aunque somos pecadores, Jesucristo vino a salvarnos. Si tiene el deseo de obedecer la Palabra de Dios, Él lo considera puro y justo, pues para Él, el deseo genuino de hacer Su voluntad ya es obediencia.
¿Sufre por su propia debilidad que lo lleva a pecar? Si se angustia por no poder cumplir
los mandamientos a cabalidad, significa que el Espíritu Santo vive en usted. Para Dios, la pasión por la santidad es obediencia.
Texto tomado de “The Marks of God’s Children” de Jean Taffin.
(Los devocionales que te ayudarán a profundizar en tu relación con Dios están aquí).
La bendición de ser hijos de Dios, de Jean Taffin.